lunes, 4 de febrero de 2013

La libertad le dió muerte.

En un lugar muy lejano con un nombre muy extraño, vivía una sirena encerrada en una pecera, no sabía cómo había llegado ahí. Una semana tenía de estar entre aquellas seis paredes de vidrio...y lo único que podía hacer era pegar su nariz contra el vidrio y observar a sus captores. Tenían una rutina: la alimentaban una vez al día y luego revisaban el filtro que ronroneaba y era todo lo que ella escuchaba diario. Comparaba su larga cola azulada con las raras extremidades de los seres que la mantenían encerrada. No comprendía cómo podían desplazarse sin aletear y sin luchar contra la corriente. Era como si otro mundo empezara después de aquella dura e invisible barrera que le impedía hacer otra cosa más que nadar unos metros y extrañar su hogar. Irremediablemente sentía que moría de tristeza y añoranza por su vida anterior. Quería volver al mar, quería nadar con total libertad, pero tenía que conformarse con el pequeño espacio donde a penas podía desplazarse. Era una agonía incesante, dolorosa. No se suponía que estuviera allí. No se suponía que la tuvieran cautiva. El agua cada noche se enfriaba demasiado, y ella no era escuchada por nadie cuando sollozaba.

Un día, cuando estaba tal vez a punto de morir de tristeza, alguien notó su estado de ánimo. Sus ojos estaban a punto de cerrarse por completo, y su respiración era débil. Era un joven de pelo negro y ojos marrón. No había nadie en la habitación y entonces se acercó y tocó el cristal como si de una puerta se tratase. Consternado, vio cómo la criatura reaccionaba al sonido. Comenzó a sentir lástima, y recordó que probablemente, muy probablemente, esa criatura tendría sentimientos. Lo pensó dos veces, pero al final, terminó cediendo a sus principios, y pensó que no le haría mal sacar un poco a la 'criatura' a la alberca del lugar. Presionó un botón y una compuerta se empezó a abrir al tiempo que se escuchaba el ruido de un motor. La sirena creyó que le haría daño y nadó hasta el rincón de la pecera, alejándose lo más que podía del extraño que, con una expresión de compasión, le extendía la mano en señal de solidaridad. Pero ella no correspondió; saltó sobre el joven y haciendo crecer de repente unas largas uñas en sus manos, rebanó su yugular, haciendo que él cayera hacia atrás mientras la sangre salía a borbotones de su cuello. Ella nunca había hecho daño y menos matado a alguien, o algo. Se sentía segura aunque impactada por tener la sangre del muchacho, tibia aún, por todo su cuerpo.

Entonces sintió cómo le faltaba el oxígeno. Sus branquias se abrían al máximo cada vez más rápidamente e intentaba regresar a su prisión de cristal donde segundos antes se encontraba. Se sumergió nuevamente en el agua, no sin antes percibir un aroma salado que ella conocía bien. Con la compuerta superior aún abierta, se asomó luego de incorporarse tras unos minutos, divisó una ventana que era atravesada por un rayo de luz, a unos 3 metros de ella. En el horizonte logro ver al fin en donde se encontraba; era un barco, seguramente. Así les llamaban todos en la Atlántida. Tenían prohibido acercarse a ellos. Pero lo importante era ahora para ella cómo regresar al mar. Sólo tenía que lograr arrastrarse hacia la borda y saltar sobre ella para volver a donde siempre había pertenecido. Con las pocas fuerzas que tenía pero con una nueva esperanza, se atrevió a salir del agua para arrastrarse hacia su libertad...La madera áspera hacía que sus escamas quedaran en el suelo. Cada vez se sentía con menos fuerzas, se sentía desesperada. Sin embargo la borda se veía cada vez más cerca. De nuevo sus bránqueas parecían quedarse sin energía, y su corazón estaba dando lo que quizás eran sus últimos latidos. 

Al fin había llegado. Iba a dar el salto definitivo, cuando un pescador la vio, y preparó su arpón. El tiempo se detuvo, y los ojos de la criatura fueron a parar directo con los del hombre que sostenía su vida en sus manos. A la luz de la luna, la piel de la sirena era aún más blanca, como bañada en leche. Sus ojos eran del azul más puro, como el azul de las profundidades del océano. Su cabello, de un rubio casi blanco, goteaba y era agitado de vez en cuando por las débiles ráfagas de aire que osaban ultrajar el silencio y la calma del lugar. Ambos permanecieron inmóviles por largo rato... El hombre, que tenía un ojo de vidrio y una prótesis de madera en una pierna, admiró la belleza de la sirena por un momento. Y casi en un segundo sintió misericordia...pero sus costumbres de matar se hicieron presentes. La iba a matar. Lo sabía. Y ella también. Asustada, sacó fuerzas de lo más recóndito de su agonía y saltó al tiempo que el viejo jalaba del gatillo. El arpón salió disparado hacia ella, pero no lo suficiente para hacerle daño. Pasó rozando uno de sus menudos brazos, dejando una pequeña herida. Pero para la sirena ya era tarde. Había pasado demasiado tiempo fuera del agua, y cuando por fin terminó la caída y tocó las aguas del mar, su cuerpo estaba ya sin vida. Las otras sirenas de la Atlántida encontraron su cuerpo. Era la princesa de aquel reino subacuático, Danámora. Desde entonces su padre, el rey Céano, le dio la voz más hermosa a las sirenas, y las envía cada noche a atraer y cazar marineros, para que venguen la muerte de su hija, metiéndolos en peceras llenas de agua. Dejándolos morir al quedarse sin oxígeno. Haciéndoles una marca en los brazos primero.


Autores: Daniela Potter y Ántic Mar

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